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Cuando éramos aspirantes

03/06/2019
Las empresas empiezan como pueden. Nacen de una intuición o de una convicción y del coraje. Mucho coraje.  La mayoría de las nuevas empresas perecen en el intento. Pero a veces van bien. Y se produce el milagro. Crecen y con su crecimiento las cosas cambian. Se busca mejorar los procesos. Lo que antes se hacia a salto de mata, se regulariza. Al principio y durante mucho tiempo se anteponían los recursos a las capacidades. Se vendía lo que uno imaginaba podría armar para cumplir el compromiso adquirido. Es el estrés del crecimiento, que puede ser tan intenso como el estrés del cierre, pero que es mucho más agradecido. Crecer, o a veces simplemente sobrevivir, supone esfuerzo. Contar más las deudas que las horas que uno empeña. Explorar mercados con viajes imposibles y tentando puertas frías. Muchos crecieron o sobrevivieron si saber que a lo que hacían un día le llamarían resiliencia. Esta es la historia de muchos fundadores. Una historia que cuando la empresa ha crecido y algún directivo se expresa con excesiva arrogancia es bueno recordar. Cuantas veces he pensado cuando he visto a altivos jefes de compra maltratar a proveedores que seguramente no saben que sus fundadores debían haberse sentido muchas veces así, aplacados, sin saber si se negocia el precio o simplemente la dignidad. Las historias de los fundadores se olvidan. El éxito entierra el recuerdo de los esfuerzos iniciales, de las faltas de liquidez, de la dudosa calidad de los inicios. Y a veces también se pierde la memoria de las primeras ayudas, de aquellas oportunidades que tenían el origen en generosidades ajenas. Que de todo hay. 
Y una vez las empresas se han consolidado. ¿a qué aspiran? Pues a repetir el éxito. A industrializarlo. A automatizarlo. A proyectarlo a todos los mercados que pueden. Y así nacen las inercias. Es algo natural. Se agradece un poco de pausa. Vender, producir y cobrar sin tener sobresaltos cada día. Y esta lógica que descansa en la aceptación de los clientes y en nada más, un día se percibe como ineluctable. Ya nadie se acuerda del modo en qué empezó todo. Vender es casi un derecho adquirido. Crecer es la expectativa repetida. Y la empresa engorda su coraza administrativa. Se normativiza. Algunos otean los clientes desde la lejanía. Muchos fundadores se preocupan por qué comprueban cómo se diluye el sentido de urgencia. Las inercias relajan. Antes se creaban estructuras para cumplir las expectativas del cliente, pero después, lo que manda son las expectativas de la estructura. 
Jeffrey Pfeffer define la inercia como la incapacidad de una empresa de cambiar tan rápido como su entorno. En el reinado de la inercia se prioriza la proyección del pasado a la atención a los cambios del entorno. El día a día, el paraíso de la inercia, es suficientemente intenso como para pensar que los potenciales cambios en su negocio son cosa de agoreros. La inercia lleva a repetir presupuestos o a incrementarlos un poco y sobretodo lleva a que cada unidad vele por los espacios que ha conquistado. Y es aquí dónde la empresa, que todavía puede mantener tendencias positivas, empieza a dar síntomas alarmantes de torpeza. Me ha resultado de gran inspiración la lectura del libro del profesor de la Universidad de Cornell, Samuel B. Bacharach, que lleva por título: “Transforming the Clunky Organization” (Transformando la organización torpe). Según Bacharach, las inercias fomentan la miopía y la torpeza corporativas. 
Conozco empresas que, sobre el papel, lo hacen todo bien. Tienen una misión, una visión y unos valores colgados en cada pared oportuna. Hacen formación y conferencias sobre innovación y emprendimiento. Flirtean con la agilidad. Se gastan dinero en sesiones de “team building” de lo más exótico. Tienen plan estratégico y seguro que se aprestan a tener uno de Transformación Digital. Pero les cuesta horrores cambiar y adaptarse a un mundo de disrupción con poco respeto a las inercias y a las historias de éxito. Y es que cambiar no es escenificar el cambio. La torpeza consiste en imaginar que el cambio es algo desapegado de las personas. No.  Los que levantaron la empresa fueron personas y los que van a hacer el cambio sea realidad o sea un paripé son personas, con sus esfuerzos, sus inseguridades y su compromiso. 
La adicción a la inercia es lo natural. Pero la inercia, pensar que el futuro es una prórroga del pasado, no es el paradigma que facilita las adaptaciones ágiles. Y para eso están los líderes, los directivos y la comunidad profesional. Liderar es luchar y dar ejemplo contra las inercias de futuros pretenciosos y contra las arrogancias impostadas. Los líderes están para regresar a la humildad. Para henchirse en vanaglorias sirve cualquiera. Para transformar se requieren liderazgos que sepan vincular capacidades y oportunidades. Liderar es explorar. Liderar es buscar la combinación de eficiencias para el negocio actual y innovación para los negocios futuros.  Liderar es evitar el sobrediagnóstico que impide tomar decisiones no inerciales. Cuando uno no quiere cambiar lo primero que hace es pedir un informe más. Lo segundo es contratar una consultora lo más cara y reputada que pueda para externalizar las decisiones complejas. 
Me impresionan esos líderes que saben quebrar las inercias por qué lo hacen a costa de su propio confort. Lo hacen pensando en los clientes y en el futuro de la empresa. El camino más cómodo siempre conduce a la mediocridad. Las inercias nos agotan la inspiración y corrompen la autenticidad. Las inercias se esconden en nuestras linealidades, en las reuniones de nuestros equipos y en las costuras de nuestras burocracias. Desafiar las inercias es recordar lo que se hizo en origen, cuando las partes y el todo eran lo mismo. Cuando las sedes no eran doradas pero lo clientes se servían con urgencia. Retar las inercias es volver a poner el cliente en el centro y repensar nuestras estructuras, como cuando empezamos. Desafiar las inercias es volver a la energía, la humildad y al descaro de cuando éramos aspirantes. 
Artículo publicado en La Vanguardia el 30 de Septiembre de 2018
La imagen pertenece a una obre are Fra Filippo Lippi