Deberíamos premiar a aquellos políticos y directivos públicos que arriesgan para innovar. En cambio, estamos instalados en una lógica político – mediática en la que no es posible reconocer el error ni el fracaso. No hablo de errores malintencionados o de corruptelas, hablo de políticos y profesionales que puedan innovar, sabiendo que la innovación se salda a menudo en fracaso. Cuando hay un fracaso por intentar nuevos caminos o se niega hasta el ridículo o se esconde. Debería ser lo contrario, deberíamos castigar a los políticos y profesionales públicos que no hayan aprendido de sus pequeños o grandes fracasos. Los que no fracasan nunca no arriesgan nunca, no abren nuevas posibilidades. Deberíamos valorar mucho más a aquellos que han tenido la osadía de innovar, de arriesgar y de expresar claramente las enseñanazas de sus fracasos públicamente. Pero hoy ningún político puede salir a decir a unos medios de comunicación: «miren hemos intentado esto, no ha salido bien, hemos aprendido esto y esto y lo vamos a volver a intentar innovando en otro sentido». Si no dejamos que la función pública innove cada día se nos deteriorará un poquito más, solamente atraerá a los que buscan sus propias zonas de seguridad y confort, a los corporativistas de la inercia, pero no al talento que arriesga y emprendre. Debemos cambiar nuestra actitud hacia los políticos y profesionales que arriesgan y debemos presionar a los medios para que cambien sus parámteros de evaluar a los innovadores. Debemos exigir innovación a la función pública pero ser coherentes respecto del riesgo y el fracaso que entraña. Pero sin una función pública innovadora nuestra sociedad será menos justa y menos competitiva.
(la imagen es de Eugène Isabey)