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Ejercicio de resposanbilidad a favor de la universidad pública

15/02/2009

Este curso no está resultando fácil para la universidad. Lo que debería ser motivo de satisfacción compartida por todos, como la inauguración de un Campus de enorme calidad, como lo son la mayoría de los Campus en España, se convierte en un quebradero de cabeza. Si hace veinte años nos dicen que tendríamos problemas para adecuar nuestro sistema de educación superior a Europa en aras a homologarlo internacionalmente y por inaugurar instalaciones académicas de primer nivel, no nos lo hubiéramos creído.
Aquellos que más parecen gritar a favor de la universidad pública se la están cargando. Llevan a la universidad al límite, especialmente cuando las protestas entran en una espiral de violencia física o verbal. No conozco ningún rector que acceda al cargo para tomar decisiones sobre orden público, conozco personas con un gran sentido institucional que sacrifican su carrera académica para impulsar un proyecto universitario que valga la pena. Y su herramienta habitual es el diálogo razonado. Cuando se encuentran con la imposición de una minoría (porque veinte o setenta universitarios de una universidad de diez mil es una minoría se mire por donde se mire) que impide la normalidad, algunos dejan de tomar decisiones duras y templan gaitas, pero otros entienden que la autonomía universitaria lo es para lo fácil y para lo difícil, y optan por defender la seriedad en su universidad y tomar decisiones difíciles en defensa de la libertad. Sí, de la libertad y del prestigio de la universidad pública.
Si el gobierno de la universidad gira en torno a la gestión de una minoría, que denigra cualquier norma y diálogo real que no pase por la aceptación de sus propuestas, la gobernanza de la universidad se convierte en ejercicios de eufemismo colectivo y en una distracción permanente de lo que se debería hacer. Cuando los órganos de gobierno de la universidad deben evitar cualquier iniciativa innovadora porqué todo tiene perfume de privatización (cual fantasma agitado como si no fuera pertinente que los alumnos cuando se gradúan trabajen en empresas) entonces, casi imperceptiblemente, la voluntad de cambio y de posicionamiento se disipa, se aplaza, se espera a tiempos mejores. Entonces, la universidad se encierra en sus propias dinámicas y el imperativo de su contribución a la sociedad del conocimiento, a su capacidad de convertir el conocimiento en desarrollo, se relativiza ante el aplauso de los que solamente entienden la universidad con las ópticas de la guerra fría.
Hay que animar y apoyar a los que son capaces de defender la seriedad de las instituciones, a los que no se arredran ante la violencia verbal y real, a los que contra corriente defienden que el futuro de la universidad pasa por una intensa cooperación con el mundo de la empresa (y no lo contrario), a los que quieren una universidad capaz de situarse entre las mejores del mundo y no a los que buscan rankings a medida de la mediocridad. Hay que apoyar a los serios, a los que tienen sentido de gobierno, a los que toman decisiones, aunque a veces las decisiones sean difíciles y se haya accedido al cargo pensando en otros escenarios. A los que gobiernan la universidad pensando en la mayoría, que dan prioridad en dialogar con aquellos que han pasado por el refrendo electoral, que dialogan con los críticos más críticos pero desde las normas de la convivencia democrática, a los que gobiernan la universidad pensando en términos de valor social y no de corporativismo puro y duro, a éstos hay que acompañarles. Hay que apoyar a los que no se esconden, a los que dicen en voz alta que la universidad no es un campamento si no una pieza clave de la competitividad de nuestra sociedad, un espacio para el mejor talento, para el prestigio del saber, y no para un experimento permanente de happening anti sistema que casi siempre acaba con violencia. Hay que apoyar más a los serios que a los pusilánimes que llaman sutileza a la cobardía. Y nuestra esperanza está en el ejemplo de algunos que cuando las cosas se ponen difíciles, a pesar de tener muchas oportunidades personales, deciden presentarse a decano de su facultad o de algunos que deciden no mirar hacia otro lado y negar espacios de impunidad en una universidad autónoma y democrática. Estos, son los verdaderos defensores de una universidad pública que vale la pena, que quiere situarse entre las mejores y que contribuye a la innovación social y empresarial desde el conocimiento.
Lo peor que le podría pasar a la universidad sería que los mejores no quieran dirigirla y que con enorme legitimidad prefieran tener su propio centro de investigación fuera de una institución que se pliega a dinámicas imposibles de gobernanza.

(La imagen es de Frans Hals)