Es frecuente que se diseñen políticas públicas asentadas en un diagnóstico correcto y llenas de buena voluntad pero que no acaban teniendo ningún impacto significativo en la realidad. Un ejemplo de ello puede ser el dinero que se destina a las incubadoras que están pensadas para hacer nacer empresas pero en el mejor de los casos solamente crean autoempleo. No se trata de un mal uso de los recursos públicos, simplemente de un recurso ineficiente. Y dado que las formas de medir el impacto de las políticas públicas son a medio o largo plazo, a menudo en marcos macro, los indicadores de gestión (que simplemente indican que se implementan las políticas acordadas) no suficientes para saber si estamos o no tirando dinero público. Los indicadores de impacto deben suponer una nueva generación para unas políticas públicas que deben cambiar radicalmente su tempo, hay que definir indicadores de impacto más cualitativos y unas fórmulas de gestión dispuestas a innovar si los indicadores de impacto evidencian que los resultados esperados no se están cumpliendo. Si la función pública dedicara solamente un 50% de sus esfuerzos para hacer procesos de contratación transparente a medir si realmente el uso de sus recursos es eficiente, la revolución estaría servida. Pero la función pública continua huyendo de la cultura de los resultados porqué esto supondría alterar su sistema de incentivos y presiones y basaría en el talento y la meritocracia su cultura corporativa.